SUPERIORIDAD MORAL
Por supuesto que no sorprende la
manera como se van delineando las opiniones sobre cómo votar el plebiscito. Es
clara la distinción entre la negativa a superar condiciones de sociedad feudal,
cerrada y con privilegios notables a los sectores más retardatarios de la
sociedad y la aceptación de la necesidad de encontrar una forma más abierta de
participar en la vida política del país en igualdad de condiciones para todos
los sectores de la población excluyendo de una vez por todas cualquier forma de
participación armada.
En ese panorama, en el cual aún
se juegan definiciones claves se percibe un aroma de superioridad moral muy
seguramente otorgada por la percepción de saberse, y sentirse, políticamente
correcto. Eso es claro tanto como la convicción de que deben existir mecanismos
de respeto por la vida de los excombatientes y la certeza de que tendrán todas
las facultades para ejercer sus derechos políticos.
Aunque no solo superioridad
moral, sino que además se siente un cierto halo de “generosidad” en
“permitirles” su entrada en los escenarios de definición de las políticas. La
expresión que se escucha más cotidianamente tiene que ver con las minucias de
los acuerdos: Una vez que puedan participar y entrar en la discusión y en la
contienda política pues que traigan sus temas y ahí veremos, lo importante es
que acepten las reglas del juego.
Y en esa actitud,
desgraciadamente displicente con los acuerdos mismos, finalmente lo que
pareciera esconderse es una suerte de actitud vencedora: Los dejamos entrar en
nuestra casa y ellos se acogerán a las normas de su generoso anfitrión.
Lo que no parece que quisiéramos
admitir, es que nuestra casa no es el palacio que pretendemos hacer creer, sino
que por el contrario, es justamente que a causa de su situación ruinosa se ha
generado desde hace mucho más de 50 años la necesidad de salir de ella y actuar
en consecuencia. Y ahora nos hacemos los más orgullosos de una
institucionalidad que sin duda nos deja mucho que desear, subidos en esa
actitud triunfante de lograr concretar los acuerdos, aún con la actitud de que
deben ser ignorados.
Los que desde siempre hemos
condenado la lucha armada de cualquier
estirpe como mecanismo de participación política, ahora respiramos tranquilos
porque al fin la historia nos dará la razón y seremos tan felices como lo son
las princesas de los cuentos de hadas. Pero colorín colorado: esta historia no
se ha acabado.
Es ahora cuando debería empezar
la verdadera construcción de un nuevo hogar para los sueños. Ahora viene lo
difícil: el acuerdo entre “nosotros”. Pretender como lo pregonan algunos que la gran
mayoría de los acuerdos ya están en la constitución o en las leyes y que por
tanto no hay discusión necesaria no pasa de ser una distorsión de la lógica del
conflicto y de las consecuencias de un santanderismo que quiere creer que la
solución para un problema no es buscar alternativas y atacarlo, sino dictar un
norma.
Ahí es cuando debería aparecer la
lógica. Ese diablo suelto que resulta imprescindible cuando en el orden del pensamiento se produce una
crisis; para decirlo en términos de Platón cuando lo que parecía debía sobrevenir con seguridad
de la reflexión existente, de las categorías existentes y de los principios
existentes, no llega. Cuando lo que esperábamos que ocurriera, no ocurre. En
ese momento deberíamos preguntarnos como estábamos pensando, que valor tenían
nuestras premisas, con que definiciones y categorías habíamos logrado deducir
tales efectos necesarios. Es ahí cuando tendríamos que volver a las seguridades
que teníamos, llenos de sospechas y dejar que irrumpa la lógica; no por el ocio
sino por la crisis.
Ahora aparecen diferentes
personajes de todos los rincones de la intelectualidad saludando la bandera de
un nuevo día, pero a condición de que no se cambie la cobija. Es decir aparecen
los discursos de aceptación del acuerdo, redondeados con sentencias tales como
que eso está en la constitución y en las leyes y que todo lo que habrá que
hacer es simplemente ponerlo a andar.
Asistencia técnica para el campo,
ahí esta ¡!! Y Crédito y subsidios para la comercialización y leyes de
participación política y así cada uno de los temas que se han acordado en La
Habana, ya son parte de nuestro “acervo jurídico”, así que solo bastará con que
se firme y se apruebe en el plebiscito para que el país quede bañado en un
océano de mermelada sagrada, ratificado por nuestro “orden jurídico
preexistente”.
En fin, nos negamos a admitir que
ese edificio normativo es justamente lo que falla, que su estructura está hecha
para mantener unas condiciones de desigualdad e inequidad que nos han llevado a
la crisis como nación.
Solo un ejemplo del tipo de
pensamiento que subyace en esta visión edulcorada y light del pensamiento
políticamente correcto: Un tema crucial de la generación del conflicto y de los
acuerdos que tienden a su fin es el tema de la propiedad del suelo: su concentración,
la usurpación, el despojo y el desalojo en décadas de violencia de todos los
pelambres. Los acuerdos se refieren explícitamente a los asuntos catastrales. Y
claro ahora salimos a decir si por supuesto ahí tenemos al IGAC que hace una
“tremenda” tarea, que tiene las herramientas adecuadas y en fin todos aquellos
“méritos” ganados a costa de que nuestro catastro es pésimo. Está hecho para
justificar el despojo, para legalizar el desplazamiento y la usurpación, para justificar
el robo de los suelos de la nación, para mantener la falta de recursos de los
municipios más pequeños y la necesidad de dependencia central y clientelista.
Pero además es inequitativo hasta la iniquidad: los propietarios más pobres
subsidian un 54 % del impuesto de los más ricos por sus vanagloriadas técnicas
de valoración de predios y actualización catastral. Ahí es cuando llega la
necesidad de la lógica que nos imponga la duda, que nos llene de sospechas.
Y lo mismo pasará con la
educación y con la corrupción. Todas las normas existen, pero es innegable que
hemos hecho la tarea mal y mucho me temo que tiene que ver con que nos hemos
impuesto las tareas inadecuadas, bajo formalismos y legalismos absurdos.
En fin, tal vez la duda más
certera es sí las formas, los procedimientos están creados para mantener
justamente la situación contraria al acuerdo y que si seguimos por ese camino
sacrificaremos la mejor oportunidad histórica de construir con grandeza una
nueva casa donde quepamos todos. No la de “ellos” o la “nuestra” sino un nuevo
edificio institucional capaz de preguntarse por las cosas básicas en lugar de
darlas por hechas, bajo el formalismo santanderista.
Romper el cascarón de nuestras
certezas y cuestionar como ellas nos han traído al punto en el cual estamos.
Ese si es el verdadero sentido de un proceso de PAZ que apenas pareciéramos no
estar dispuestos a emprender. La tarea es titánica pero simple: Dejar entrar la
lógica y despojarnos de esa superioridad moral que nos da el haber sido siempre
de “los buenos”.