martes, 24 de mayo de 2016

SUPERIORIDAD MORAL

SUPERIORIDAD MORAL

Por supuesto que no sorprende la manera como se van delineando las opiniones sobre cómo votar el plebiscito. Es clara la distinción entre la negativa a superar condiciones de sociedad feudal, cerrada y con privilegios notables a los sectores más retardatarios de la sociedad y la aceptación de la necesidad de encontrar una forma más abierta de participar en la vida política del país en igualdad de condiciones para todos los sectores de la población excluyendo de una vez por todas cualquier forma de participación armada.

En ese panorama, en el cual aún se juegan definiciones claves se percibe un aroma de superioridad moral muy seguramente otorgada por la percepción de saberse, y sentirse, políticamente correcto. Eso es claro tanto como la convicción de que deben existir mecanismos de respeto por la vida de los excombatientes y la certeza de que tendrán todas las facultades para ejercer sus derechos políticos.

Aunque no solo superioridad moral, sino que además se siente un cierto halo de “generosidad” en “permitirles” su entrada en los escenarios de definición de las políticas. La expresión que se escucha más cotidianamente tiene que ver con las minucias de los acuerdos: Una vez que puedan participar y entrar en la discusión y en la contienda política pues que traigan sus temas y ahí veremos, lo importante es que acepten las reglas del juego.

Y en esa actitud, desgraciadamente displicente con los acuerdos mismos, finalmente lo que pareciera esconderse es una suerte de actitud vencedora: Los dejamos entrar en nuestra casa y ellos se acogerán a las normas de su generoso anfitrión.
 
Lo que no parece que quisiéramos admitir, es que nuestra casa no es el palacio que pretendemos hacer creer, sino que por el contrario, es justamente que a causa de su situación ruinosa se ha generado desde hace mucho más de 50 años la necesidad de salir de ella y actuar en consecuencia. Y ahora nos hacemos los más orgullosos de una institucionalidad que sin duda nos deja mucho que desear, subidos en esa actitud triunfante de lograr concretar los acuerdos, aún con la actitud de que deben ser ignorados.

Los que desde siempre hemos condenado  la lucha armada de cualquier estirpe como mecanismo de participación política, ahora respiramos tranquilos porque al fin la historia nos dará la razón y seremos tan felices como lo son las princesas de los cuentos de hadas. Pero colorín colorado: esta historia no se ha acabado.

Es ahora cuando debería empezar la verdadera construcción de un nuevo hogar para los sueños. Ahora viene lo difícil: el acuerdo entre “nosotros”.  Pretender como lo pregonan algunos que la gran mayoría de los acuerdos ya están en la constitución o en las leyes y que por tanto no hay discusión necesaria no pasa de ser una distorsión de la lógica del conflicto y de las consecuencias de un santanderismo que quiere creer que la solución para un problema no es buscar alternativas y atacarlo, sino dictar un norma.

Ahí es cuando debería aparecer la lógica. Ese diablo suelto que resulta imprescindible cuando  en el orden del pensamiento se produce una crisis; para decirlo en términos de Platón cuando  lo que parecía debía sobrevenir con seguridad de la reflexión existente, de las categorías existentes y de los principios existentes, no llega. Cuando lo que esperábamos que ocurriera, no ocurre. En ese momento deberíamos preguntarnos como estábamos pensando, que valor tenían nuestras premisas, con que definiciones y categorías habíamos logrado deducir tales efectos necesarios. Es ahí cuando tendríamos que volver a las seguridades que teníamos, llenos de sospechas y dejar que irrumpa la lógica; no por el ocio sino por la crisis.

Ahora aparecen diferentes personajes de todos los rincones de la intelectualidad saludando la bandera de un nuevo día, pero a condición de que no se cambie la cobija. Es decir aparecen los discursos de aceptación del acuerdo, redondeados con sentencias tales como que eso está en la constitución y en las leyes y que todo lo que habrá que hacer es simplemente ponerlo a andar.

Asistencia técnica para el campo, ahí esta ¡!! Y Crédito y subsidios para la comercialización y leyes de participación política y así cada uno de los temas que se han acordado en La Habana, ya son parte de nuestro “acervo jurídico”, así que solo bastará con que se firme y se apruebe en el plebiscito para que el país quede bañado en un océano de mermelada sagrada, ratificado por nuestro “orden jurídico preexistente”.

En fin, nos negamos a admitir que ese edificio normativo es justamente lo que falla, que su estructura está hecha para mantener unas condiciones de desigualdad e inequidad que nos han llevado a la crisis como nación.

Solo un ejemplo del tipo de pensamiento que subyace en esta visión edulcorada y light del pensamiento políticamente correcto: Un tema crucial de la generación del conflicto y de los acuerdos que tienden a su fin es el tema de la propiedad del suelo: su concentración, la usurpación, el despojo y el desalojo en décadas de violencia de todos los pelambres. Los acuerdos se refieren explícitamente a los asuntos catastrales. Y claro ahora salimos a decir si por supuesto ahí tenemos al IGAC que hace una “tremenda” tarea, que tiene las herramientas adecuadas y en fin todos aquellos “méritos” ganados a costa de que nuestro catastro es pésimo. Está hecho para justificar el despojo, para legalizar el desplazamiento y la usurpación, para justificar el robo de los suelos de la nación, para mantener la falta de recursos de los municipios más pequeños y la necesidad de dependencia central y clientelista. Pero además es inequitativo hasta la iniquidad: los propietarios más pobres subsidian un 54 % del impuesto de los más ricos por sus vanagloriadas técnicas de valoración de predios y actualización catastral. Ahí es cuando llega la necesidad de la lógica que nos imponga la duda, que nos llene  de sospechas.

Y lo mismo pasará con la educación y con la corrupción. Todas las normas existen, pero es innegable que hemos hecho la tarea mal y mucho me temo que tiene que ver con que nos hemos impuesto las tareas inadecuadas, bajo formalismos y legalismos absurdos.

En fin, tal vez la duda más certera es sí las formas, los procedimientos están creados para mantener justamente la situación contraria al acuerdo y que si seguimos por ese camino sacrificaremos la mejor oportunidad histórica de construir con grandeza una nueva casa donde quepamos todos. No la de “ellos” o la “nuestra” sino un nuevo edificio institucional capaz de preguntarse por las cosas básicas en lugar de darlas por hechas, bajo el formalismo santanderista.


Romper el cascarón de nuestras certezas y cuestionar como ellas nos han traído al punto en el cual estamos. Ese si es el verdadero sentido de un proceso de PAZ que apenas pareciéramos no estar dispuestos a emprender. La tarea es titánica pero simple: Dejar entrar la lógica y despojarnos de esa superioridad moral que nos da el haber sido siempre de “los buenos”.